Desde el
jueves por la noche me queman los dedos y me palpitan las palabras en el pecho
y en la cabeza. No todos los libros que leo los comento en el blog; algunas
veces por falta de tiempo, pero casi siempre por falta de pasión; porque la
historia que me cuentan me ha dejado fría. De hecho, confieso que algunos los
dejo abandonados sin pasar de las primeras páginas. No lo puedo remediar. A mí
me gusta la literatura porque me emociona, o porque me esté contando algo
intelectualmente muy jugoso. El caso de La fuente y la muerte me ha fascinado
desde sus primeras líneas. Sin embargo,
me temo que este libro va a ser leído por muy poca gente. Ni su autor, ni la
editorial gozan de esos privilegios de los medios, que hacen que algunos libros
sin mucho interés salgan a la luz del día y además den pingües beneficios a sus
autores. Se trata de una obra sencilla, como su propio autor: Pedro Sevilla, un
poeta de Arcos de la Frontera, un pueblo blanco, situado a pocos kilómetros de
Jerez; entrando ya en la sierra gaditana. Arcos es un lugar hermoso donde,
según parece, es fácil ser poeta. Bueno, es un decir, porque poeta… poeta… no
es cualquiera
Pedro es un
hombre de la sierra. Es así como yo lo definí la primera vez que lo vi y que
hablé con él en el despacho del Ayuntamiento de Arcos. Era entonces un concejal
que se ocupaba de temas culturales y de enseñanza. El caso es que fui a verlo
porque le quería proponer un proyecto de animación a la lectura para las
escuelas del pueblo. Se mostró sumamente amable e interesado por lo que le
ofrecía y quedamos en que me daría una respuesta en breve. Recuerdo que me
regaló un libro sobre literatura oral, tema del que estuvimos hablando en la
entrevista.
Debo
confesar que lo primero que pensé al salir de aquel despacho fue que aquel
hombre no parecía un político. Tenía algo que lo diferenciaba de la mayoría de
los que conozco, personalmente o por los medios: autenticidad. Pedro era de
verdad. Ni sus gestos ni sus palabras tenían otra pretensión que la de
comunicarse sincera y honestamente conmigo. Ni siquiera se esforzaba en
sonreír. Sí, porque este hombre tan parco, tan sobrio en palabras y en gestos,
es fundamentalmente triste. Pero tuve la impresión de que me podía fiar de él;
de que no iba a decir una cosa y a hacer otra. Porque este hombre rezuma
credibilidad y coherencia.
Después de
ese día busqué sus libros. Quería confirmar mis apreciaciones. Lo leí y me
encantó su poesía; quizás por lo sencilla, porque al fin y al cabo no me
considero una entendida.
Hacía tiempo
que no sabía de él. Su mundo y el mío no han coincidido más que en ese momento
que describo. Y ahora lo encuentro en este hermosísimo libro.
Lo primero
que llama mi atención es la portada: escena en la calle de un pueblo blanco: el
burro que vuelve cargado de la huerta, los niños jugando y seguramente
observando al retratista mientras éste hace la foto, y la mujer vestida de
negro, ajena, caminando junto al animal. Es una imagen de los años cincuenta,
como mucho de principio de los sesenta.
Como niña de
pueblo sureño que fui, aunque no hubiese conocido al autor, me hubiese sentido
atraída por la portada y seguramente habría corrido a comprarlo.
Pero vayamos
a lo que aquí nos ocupa:
La fuente y la muerte es un libro de memorias, pero muy diferente de
cualquier otro que conozcáis de ese género. Porque se trata de una memoria
poética. Pedro relata la vida de un pueblo, a través de una prosa, repleta de
imágenes llenas de lirismo y ternura; de una riqueza lingüística impresionante,
y al mismo tiempo de sencillez y sinceridad. El poeta no nos muestra una
historia individual, sino el latir de un pueblo, con sus personajes más o menos
peculiares, como Pepe, el tonto del pueblo; o el tío Frasquito, o Manuel el
cartero.
También nos
regala escenas y retratos entrañables y conocidos para quien haya crecido en un
pueblo durante los años cincuenta/sesenta: las costureras de ojos claros, con
su labor en la mano, esperando la llegada de un novio; la abuela, sentada en la
silla de enea, quitando piojos a sus nietos; el maestro, empeñado en enseñar a
sus pupilos en un aula improvisada y destartalada; el pan con aceite a las seis
de la tarde; o las conversaciones masculinas en la barbería y las miradas
lascivas de los paisanos al paso de las muchachas en flor.
De la mano
de su abuela, el poeta nos acerca a los entierros, y a los eternos lutos de las
mujeres, siempre afligidas, pero según dice el autor, llenas de sabiduría. “Las
mujeres lo saben todo, dice. Son expertas en el dolor, son todo un tratado
sobre el dolor, sobre el amor, sobre la muerte y sobre el olvido” De esa
sabiduría primigenia era de donde extraían la fortaleza para superar los
miedos, las incertidumbres del día a día, o el dolor por las pérdidas.
¿Cómo
explicar la asombrosa facilidad con la que su abuela podía pasar de la lágrima
a la broma y las risas, mientras compartía con las vecinas la pequeña desgracia
del día? ¿Y cómo era capaz de mostrarse amorosa, besucona y dicharachera con el
niño, y en un segundo, amenazarlo con darle un buen tortazo por cualquier
niñería de esas que en aquel tiempo parecían tan graves a los mayores? Qué amor
y qué ternura destilan las palabras de Pedro hacia esta mujer, más que una
madre para él: “Pobrecita mi abuela, siempre vestida de negro y con sus ojos
azules”
Con ella y
con las demás mujeres que van apareciendo en el libro tiene una mirada
compasiva y comprensiva. Nos las presenta llenas de humanidad: resueltas y
valientes para sacar adelante a sus hijos, pero a la vez miedosas y siempre
obedientes a la autoridad; fuertes, para soportar las adversidades y servir de
puntal a toda la familia, y a la vez tremendamente frágiles, expuestas a
embarazos, a abandonos, a malos tratos; alegres y dicharacheras, pero con el
¡ay! siempre en los labios. Madres sufrientes y madres amorosas, como la suya
propia, a la que dedica hermosas palabras.
Como
contrapunto, los hombres aparecen como seres débiles y pusilánimes. Desde
pequeño, Pedro fue testigo de ese ir y venir de la casa a la taberna y de la
taberna a la casa. En el camino habían dejado la mitad del mísero sueldo que de
vez en cuando recibían del trabajo de jornaleros. Hombres tristes, asustados,
desalentados por siglos de opresión y de miseria. Como su padre, al que,
tardíamente, acaba comprendiendo, pero al que durante años miró con una mezcla
de amor, distancia, miedo e incluso celos. Cosa que le provocaría no pocos
sentimientos de culpabilidad.
No quiero
dejar pasar la oportunidad de referirme a algunos de los capítulos que me han
emocionado especialmente. En las primeras líneas, el poeta recrea la historia
de amor de sus padres, o mejor dicho: el momento justo en que se
produjo su concepción. Un joven con camisa blanca impecable y chaqueta de
domingo, arrastra a la costurera de ojos claros, hasta el lugar más escondido,
a la salida del pueblo y allí el deseo se hace encuentro amoroso. La escena,
imaginaria, por supuesto, no puede ser más hermosa.
Me he
sentido totalmente identificada con algunos capítulos que Pedro dedica a la
escuela. Me ha venido a la memoria el drama de muchos padres de la Andalucía
amarga de esos años por no poder dar a sus hijos algo tan fundamental como una
buena educación. El padre de Pedrito, aunque lo disimulara, sufría. No quería
ver a su hijo en las mismas circunstancias que él tenía que vivir: yendo de
cortijo en cortijo, trabajando de sol a sol por unas míseras pesetas; o
teniendo que emigrar a Alemania. Pero el futuro de los jornaleros estaba
marcado. De generación en generación los hombres seguían el sendero marcado por
sus antecesores. La queja se convertía en borrachera o en cante hondo, una
forma de expresión con la que el padre de Pedro se quedaba embelesado y ausente
junto a la radio.
Una gañanía |
El autor rememora en los primeros capítulos la ausencia de su padre, como
tantos otros emigrados a Alemania. Resulta enternecedor la imagen del niño, a
quien su madre mandaba esperar, sentado en el escalón de la casa, la llegada
del cartero. Más tarde, relata su viaje de niño
trabajador a Catalunya, apenas con 14
años, lejos de sus padres y de su abuela. No he podido evitar sentirme cerca de ese niño de
mirada perdida y triste, que tiene que encontrar su lugar en un mundo tan
diferente al suyo.
Y quiero
entender en sus palabras que aquel viaje, a pesar de todo, representaba para él
esa posibilidad de una vida mejor, que esperábamos los que nos fuimos de
nuestra tierra. Siento su sufrimiento por la vuelta temprana, cuando estaba
saboreando las mieles del amor y de la libertad. Pedro vuelve al sur por un
acto que no hace más que confirmar su bondad y su inocencia
Es muy
difícil resumir en esta reseña todo lo que el libro contiene, y las emociones
que provoca. Aunque me temo que esto es muy subjetivo, porque no puedo evitar
mirar con nostalgia y media sonrisa esta historia que me resulta tan próxima.
Un niño de familia humilde que destaca, que “promete”, como se decía entonces.
Perico es consciente de su singularidad y tiene que manejar las diferentes
reacciones que ese hecho provoca. Por un lado, las expectativas que vecinos,
maestros y familia ponen en él, pero también algo menos agradable: la envidia
de sus compañeros de clase y la soledad resultante de esa rivalidad.
Me emociono
cuando su padre se lo lleva, con una cuadrilla de jornaleros, a un cortijo
cercano a Jerez.
Tenía 16
años y ya leía con fervor a Machado y a Juan Ramón Jiménez. Lo he imaginado sin
dificultad, y he comprendido perfectamente sus sentimientos. He recordado mi
empeño en hacer las mismas cosas que hacían mis vecinas de la Carrera Alta, y
cómo ese empeño me llevó a formar parte, con sólo 14 años, de una cuadrilla de
aceituneras en la finca del marqués, cercana a mi pueblo. Ese sentimiento de
pertenecer a un grupo, de sufrir con los tuyos la crudeza del trabajo en el
campo, de sentirte útil y ganar tu primer sueldo, es lo que he visto en el
relato de Pedro, pero también es lo que yo sentí entonces
Yo desde luego no duré más de dos semanas. Él, acabó la campaña de la remolacha
y aprendió algo que nunca olvidaría: que un verdadero hombre tiene que ser fiel
a su palabra. Se lo enseñó la actitud de su padre, ante las presiones sufridas
por los sindicatos y
capataces.
A partir de
entonces, lo vio como un “Jabato” y lo admiró profundamente. Comprendió que
también en el hombre había esa dualidad que tanto le preocupaba de sí mismo;
vaya, que nadie es de una pieza, entiendo que quiere decir. Lo maravilloso es
que este joven poeta ya era capaz de ver algo tan complejo como los conflictos
internos, tan intrínsecos a la naturaleza humana.
Hay que ser
valiente para confesarse como él hace; como una persona vanidosa, llena de
miedos y de culpabilidades, buscando siempre la rectitud moral. Pero no se
trata de algo relacionado con normas o con grandes principios abstractos, no.
Para él la bondad está estrechamente ligada al amor, a la compasión y la
comprensión de los dolores y males ajenos...
Una moral
muy sencilla, pero difícil de practicar, porque para eso hay que ser “bueno”,
en el buen sentido de la palabra, como bien dice Machado. Hay en Pedro una
necesidad de estar de acuerdo con una cierta imagen ideal a la que quería
responder desde niño, y que probablemente aprendió a través de sus lecturas y
de los pocos maestros con los que se encontró y que supieron transmitirle esos
valores de los que, me temo que, aunque quisiera, no podría desprenderse.
El título
del libro hace referencia a la muerte y la muerte está muy presente en su
memoria y en sus experiencias más cercanas. Pero ese dolor que transmite en los
últimos capítulos es mejor no comentarlo aquí. Prefiero que quien se quiera
acercar a este autor, lo haga directamente leyéndolo. Yo al menos lo he
disfrutado, lo he sufrido, lo he llorado y agradezco profundamente haber tenido
la ocasión de conocer a Pedro Sevilla, sin atributos, sencillamente un hombre
íntegro y bueno, “en el buen sentido de la palabra”.
Tu pluma fácil , inteligente y concisa, te lleva a la estructura del libro y del autor, tu narración cual novela bien escrita , tiene argumento original y propio; pero lo que me parece más importante es que "engancha".
ResponderEliminarHe tomado nota de Título y autor , estoy seguro que cuando lo lea re conoceré mejor.
Besos.
P.D.
Creo que deberías echar a volar tus propios sentimientos.
Gracias André, por tus cariñosas palabras. Me animas a seguir compartiendo lo que escribo. Y, claro, procuraré echar a volar mis sentimientos.
EliminarUn abrazo
Hola Teresa
ResponderEliminarParece difícil de encontrar el libro por tener una distibución corta, claro, pero creo que en el catálogo de la Casa del libro está disponible. Es una manera poética de ejercer la memoria lo de situarse en el romance de su propios padres. Ojalá lo leamos más gente gracias a tu reseña. Y sí, Arcos de la Frontera, al igual que Zahara de los Atunes, Setenil de las Bodegas, Vejer y otros pueblos blancos, son un entorno único. Saludos.
Muchas gracias Pablo. Espero que el que lea esta entrada y le atraiga el libro pueda encontrarlo. Al menos en España parece que se distribuye. Deseo que te guste.
EliminarUn abrazo
Teresa, muchas gracias por darnos a conocer este libro.
ResponderEliminarBinevenida y esperamos tu próxima reseña maás bien pronto que tarde.
Un abrazo.
Gracias por tu bienvenida, Chelo. Espero seeguir colaborando en este precioso e interesante blog. Un beso para ti.
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